martes, 20 de marzo de 2012
Proyecto nº 4
CAPITULO 1
— ¡Despierta, vamos! ¡Chico, despierta!
El muchacho despertó, aturdido. Aún era de noche y la lluvia caía como un telón oscuro sobre el más oscuro escenario del bosque.
—¿Quién eres? — preguntó el chico mientras se incorporaba y se frotaba los ojos.
La voz le llegó desde lo oscuro de la entrada.
—Soy tu guía. ¿No me esperabas?
Albán se sentó entre la paja revuelta del suelo. Tenía los pies ateridos de frío. Los masajeó para restablecer el calor.
—Te esperaba AYER — repuso el chico.
Tenía el mismo cabreo de un gato humedecido. Había dormido sobre la paja amontonada, cubierto con una pequeña manta y removiendo el cuerpo poco acostumbrado a la intemperie, intentando conciliar un sueño que no logró hasta bien entrada la noche.
—Me retrasaron unos bandidos — dijo la chica mientras se quitaba la capa empapada —¿Puedo pasar?
—Estás en tu casa — dijo Albán con ironía.
El establo estaba casi en ruinas, oculto en lo profundo de un claro del bosque. El techo, de ramas y helechos amontonados unos sobre otros, se sostenía a duras penas sobre dos paredes y unas vigas de madera, y aislaba de la lluvia bastante trecho del suelo, de tierra batida. El olor de antiguos animales todavía flotaba en el recinto.
La muchacha dejó caer su zurrón y su espada en un rincón y se sentó en cuclillas junto al chico. Su traje de cuero oscuro chorreaba. Tenía el cabello largo y caía sobre su frente ocultándole los ojos.
—Me llamo Alex —dijo— ¿Y tú?
—Alex es nombre de chico —dijo el muchacho —Mi nombre es Albán.
Alex se dispuso a encender un fuego amontonando unas maderas y algo de paja seca que pudo encontrar.
—Yo tuve una amiga que se llamaba Alba —sonrió. Terminó de acomodar la pequeña fogata y cogió una yesca de su zurrón para encenderla. Lo consiguió al tercer intento.
—Gracias. Eres buena con el fuego. Yo no conseguí encenderlo —dijo Albán quitándose briznas de paja del pelo y los brazos.
La muchacha sonrió, se levantó y se quitó el cuchillo que llevaba atado a una pierna, sacó otro más grande con su funda de la espalda, dejó caer al suelo una cachiporra escondida en un costado, y finalmente se despojó de otros dos pequeños cuchillos, sujetos a los brazos. Uno de ellos de punta redonda.
—Este es para el queso — dijo.
-----
Este es el comienzo del proyecto número 4 de los que enumeré en octubre, aquí
lunes, 19 de marzo de 2012
Día del padre
Se
despertó a las cinco y media y la despertó a ella, dormida aún a su lado. Se
besaron, como siempre cuando despertaban, un beso húmedo y un abrazo. Ella
remoloneó un rato aun. Luego se lavaron y se vistieron. Lo habían preparado
todo la noche anterior, apenas hacía unas horas. La comodidad que da la
seguridad de lo planeado. Desayunaron y hablaron del viaje y revisaron las
cosas por si acaso. No les pareció que faltara nada y a los veinte minutos
estaban ya en la autopista.
Condujo
él. El viaje duró tres horas y estaba nervioso y tenso cuando llegó a San
Sebastián. Habían parado sólo a comer y estirar un poco las piernas. En el
automóvil sonaba la música alegre de Louis Amstrong, el jazz de Nueva Orleans.
Lo había elegido él.
La
ciudad había amanecido con un medio sol ceniciento de nublados y lluvia suave
que se arreciarían luego, a lo largo del día. El tiempo estable y típico de San
Sebastián. Él se lo dijo a ella. Le dijo que por eso había metido el paraguas
en el coche. Era necesario en aquella ciudad. Ella asintió, sonriendo. Le
gustaba aquella ciudad fresca y preciosa. Había estado otras veces, con su
anterior marido. Él la miró y le preguntó cómo se encontraba, si estaba mal o
prefería quedarse en algún sitio y no asistir al entierro. Se lo había
preguntado ya tres veces. Ella anotó mentalmente que era la tercera vez. Estaba
inseguro. Sonrió y le dijo que no, que prefería estar a su lado en aquellos
momentos. Él se concentró en el cruce que tenía que tomar para desviarse de la
carretera principal e ir hacia el pueblo.
Sólo
dijo gracias.
La
música terminó al entrar en el pueblo.
Llegaron
a la casa atravesando las calles mojadas, no había ningún otro coche aparcado.
Habían llegado los primeros y él, de nuevo, la advirtió. No te asustes, dijo.
Estará todo hecho una mierda. Mi padre no limpiaba. Mi hermano está enfermo.
Los pésames se multiplicarán y habrá jaleo y mi familia es una extraña tribu
terrible y descastada. Ella le cogió de la mano y le apretó.
- No
te preocupes - dijo.- Estaré aquí.
El
piso olía a basura y tabaco con vaharadas de pasado y de infancia que
envolvieron a la pareja, sobre todo a él, y lo golpearon y lo echaron hacia
atrás en el umbral de la puerta, apenas unos centímetros. Pasó desapercibido.
Su hermano sonrió en una mueca apropiada para
cualquier vestíbulo y los saludó. Él lo abrazó e hizo las presentaciones.
-
Marta, mi pareja.
Lo
habían hablado el día de antes. Cómo quieres que te presente: Mi pareja, mi
compañera, mi mujer, mi esposa... A ella le gustaba: pareja. Él la presentaría
después como la mujer a la que había unido su vida entera.
- ¿Puedes
salir? - preguntó a su hermano.
-
Qué remedio... - respondió.
Su
hermano pesaba ciento quince quilos. Era moreno, pero con la piel pálida, y se
había dejado la barba a la par que perdía el cabello. No se había vestido para
la ocasión. Un jersey y un pantalón, una camisa sucia. No estuvieron mucho
rato. Hablaron del funeral, del entierro, de la vida que habían llevado
aquellos dos hombres en aquella casa, padre e hijo.
-
Sobre la muerte de papá... Ya te contarán... Ha sido algo muy fuerte.
El
resto de la familia esperaba abajo, llamaron desde el portal. Bajaron su
hermano, su pareja y él, y se reunieron con los demás. Había algún vecino. Se
dieron los pésames. Su madre no había querido subir en aquel momento. Iba
cogida del brazo de su amante. No cesaba de repetir que aquel piso debía ser
limpiado a conciencia. Quince años sin hacer una limpieza como dios mandaba.
Sus padres se habían separado cuando el tenía catorce. Ahora tenía veintinueve.
Se separaron cuando él apenas despuntaba y amaba y tuvo que escaparse del
colegio interno por que no aguantaba volver ni un fin de semana más a aquellos
turnos de brazos de madres y de padres extraños. Así los veía entonces.
Faltaba
una hora para el entierro y le contaron toda la historia. La muerte de película
de Buñuel que había atenazado a su padre mientras orinaba por la mañana. Un
ataque. El tercero al corazón. Certero esta vez. Su hermano no se había
enterado hasta las ocho de la tarde, cuando se levantó de un sueño cambiado y
de una vida al revés en la que la noche era el día y la televisión su sol y su
ventana al mundo. Agorafobia. Salía de la casa por primera vez en diez años.
Le
contaron que no encontraron al forense. Que el médico no firmó el acta de
difuntos porque él no era su médico y sólo era el de guardia. Que el funerario
se negaba a meterlo en una caja sin los papeles necesarios. Los papeles.
Dieciséis horas. Le contaron que no levantaron el cadáver hasta las doce, hasta
que él llamó por teléfono y comenzó a remover y a tratar de ineptos e
insensibles hijosdeputa al de la funeraria, al médico, a un juez que no estaba
donde debería estar y a la madre que los parió a todos. Hasta que alguien llamó
a la policía y la policía encontró al juez.
No
dijo nada. Caminaron hacia el cementerio, despacio. Aun era pronto, faltaba más
de una hora y se alargaría seguramente, por eso pararon para tomar algo en una
de las múltiples tabernas del pueblo. Él se tomó otro café, solo. En los
altavoces sonaba una “trikitrixa”. Los comentarios de pésame volvieron,
esta vez con alientos de vino y sidra y alguna sonrisa bruta.
-
Tranquilos - dijo uno-. Conozco a Juanito. Seguro que está jodiendo a algún
cura allá arriba.
Los
parroquianos rieron. Él sonrió, sólo un poco, y miró a Marta. Después buscó a
su madre con la mirada y la vio salir indignada, con su amante del brazo. No
pudo evitar que su sonrisa se ampliara.
Fue
entonces cuando recordó algo que le dijo su padre hace años y miró a los
parroquianos de caras rojas y narices vascas. Los “chiquitos” de vino sobre las
mesas de madera. La música.
-
Ahora vuelvo - le dijo a Marta.
Se
fue a hacer unas llamadas y a hablar con el tabernero y los dejó allí. No tardó
mucho. Sólo media hora. Aún conocía gente en San Sebastián. Le prometieron que
se presentarían a la hora prevista. Harían lo imposible.
- ¿Dónde
has ido?
- He
hecho unas llamadas. De pronto he recordado algo que me dijo mi padre hace
años.
Marta
lo abrazó al ver sus ojos húmedos. Él carraspeó fuerte.
- Es
una sorpresa - dijo. Y se serenó aventando la familia camino del cementerio.
Por el camino no hablaron.
En
el camposanto sólo estaba el enterrador, un hombre joven, de pie sobre la
gravilla suelta del suelo que alfombraba el paisaje de cruces, cipreses y
mausoleos. Los saludó y les dio el pésame, luego les abrió la capilla y se
ofreció a destapar la caja.
-
Prefiero recordarlo vivo - dijo él, y nadie se opuso.
- El
cura vendrá después... - dijo el enterrador.
- El
cura no vendrá - respondió él, cortante.- A él no le gustaban los curas.
Hubo
un revuelo detrás, su madre probablemente. Apenas se volvió.
- No
vendrá - repitió.
La
familia no se quedó mucho rato. Comenzaron a salir cuando llegaban los primeros
vecinos y conocidos de su padre. Sólo permanecieron él y Marta. Después Marta
también salió.
Se
acercó a la caja cerrada y le habló despacio, para sus adentros, de espaldas a
la puerta, una mano sobre la tapa, completamente solo y acariciando, arañando
la madera.
Has
muerto joven, papá. Has muerto en este pueblo de mierda donde naciste y donde
vas a terminar enterrado. Vasco de pura cepa con boina y chacolí. Querías ser
ebanista, recuerdo que me contaste. Te gustaba la madera. Hacías caseríos
vascos en miniatura cuando yo era muy pequeño. Te los rompía sin querer,
jugando como juegan los niños. No era más que un niño. Te quería, papá.
Trabajaste por nosotros tanto... tanto tiempo... Dejé de verte cuando entraste
a trabajar en la papelera y te olvidé cuando me fui del pueblo. Apenas unas
llamadas. La última vez que te vi fue cuando te jubilaste y trajiste el olor de
tu trabajo a casa.
Sonrió
su chiste tierno y malo y le tembló un instante el nudo en la garganta. La
última vez que vio a su padre este no quiso recibirle. Bajó al portal, eso sí,
y lo invitó a un vinito en el bar de abajo. Estuvo seco y sin sonrisas. Le
preguntó qué había sido de su vida en todo ese tiempo y le lanzó unos cuantos
reproches que él acusó como el hijo pródigo que era. Su padre siempre decía lo
que sentía. Recordó las excusas vagas de aquella última vez, el somero resumen
de su vida disipada, la sonrisa conciliadora que ya no funcionaba con su padre,
y el abrazo fuerte del final. Tomaron ese vino y él se fue. Hacía dos meses de
aquello y ahora estaban frente a frente de nuevo.
Ahora
sabía por qué no había querido que subiera.
Su
padre había sido un obrero fuerte de metro ochenta y cinco, grande y con los
brazos como tubos de acero. Él le solía llevar la comida en ocasiones, de crío,
en verano. Los sábados, los domingos. Dos fiambreras, una barra de pan, la bota
de vino, una gaseosa, algo de fruta. Trabajaba dieciséis horas diarias. Había
que pagar las operaciones de los oculistas que salvaron los ojos de su
primogénito. Las dieciséis horas. Las mismas, pensó, las mismas que has
permanecido tirado en el suelo de tu cuarto de baño mientras dormías tu último
sueño bragueta abajo y quizá mujer desnuda.
Su
madre entró en la capilla.
- Ven
a conocer a tu prima Araceli.
Él
no se volvió.
-
Déjame tranquilo y vete a hacer puñetas. Hazme el favor.
-
Hijo... Ven -. Su madre siempre insistía.
- Me
estoy despidiendo. Déjame.
Necesitó
un instante para retomar el recuerdo y lo recordó después trabajando siempre.
Ausente. Lo recordó presente sobre la mesa del mantel de hule, el tablero entre
los dos. Me enseñaste a jugar al ajedrez cuando yo tenía siete años, pensó. Con
mucha paciencia. Te gustaba ese juego. También leías mucho. Al menos cuando yo
era crío. Leíste el Don Apacible, de Sholojov. Dostoiewsky, Tolstoi, Chejov...
Decías que los rusos eran como los vascos. También cantabas con voz de tenor el
Kalinga de los cosacos. Te gustaba la música. El Jazz. Llenaste tres
estanterías de discos y de libros del suelo al techo en ese piso obrero lleno
ahora de basura y de páginas amarillas. Ahora yo escribo los libros que otros
leen y juego al ajedrez con gente que no conozco. Eso es lo que me diste. Las
lecturas tempranas. El ajedrez. La Literatura.
Lloró
despacio, por primera vez. Sollozos ahogados y contenidos. Dolor. Pérdida. Se
sobrepuso a ello y carraspeó y tragó saliva. Los hombres no lloran, papá.
Recuerda.
Nunca
vio llorar a su padre. Siempre o casi siempre dormía de día. Entraba de noche
en la fábrica que acabó quemándole el alma y en la que perdió su sensibilidad y
su inteligencia. Lo evocó leyendo libros de historia y de religiones foráneas y
discutiendo con sus compañeros de aquellas cosas. Luego, cuando llegaba a la
casa triste y agotado, contaba a su mujer aquellas cosas y él, su hijo mayor, le
veía cenar en silencio las más de las veces, con uno de aquellos vasitos de
vino pequeños, mirando a sus hijos jugar y sonriendo a veces y al final
cayéndose de sueño sobre la mesa de la cocina con su mantel de hule y cuadros
blancos y rojos mientras su madre terminaba de recoger los cacharros.
Eras
un hombre fuerte, papá, y creo que lo seguirás siendo en tu otra vida. A veces
volvías a casa de mala leche y te ponías a jurar como juró tu padre y el padre
de este y como todos los vascos juran, en castellano, mentando a los curas y la
iglesia y poniendo a dios por medio para que no falte nadie. Recuerdo que a mí
me hacía gracia, una vez acostumbrado a aquellas explosiones de genio externo a
la casa; cuando te miraba sonreír detrás de mis gafas, con el parche pegado en
no recuerdo qué ojo donde siempre tuve un parche y me decías ven aquí chiquitín
mi primogénito y me agarrabas con aquellas manos peludas y tan grandes como mi
cabeza y me subías sobre tus hombros hasta que casi tocaba el fluorescente.
Olías a tabaco y oso aunque nunca olí ninguno. Repetías a menudo aquello del
primogénito. A Julián, mi hermano, le llamabas el benjamín. La historia de
Jacob.
Te
dejo, papá. Pronto descansarás en uno de esos cajones que sé que no te
gustaban. No me dejarían entregarte a la tierra como viniste y hubieras querido
irte, desnudo. Solo tu cuerpo y la tierra oscura. El tránsito del que me
hablabas. Bastante van a hablar después de hoy, viejo. Cuídate.
Una
mano le acarició la nuca y se volvió, esta vez sereno. Era Marta.
-
¿Estas bien?
-
Sí.
-
Se ha ido, creo, sin saber que le quería.
Permanecieron
un rato allí y luego salieron despacio. Afuera, sus hermanos, su madre, el
enterrador con una carretilla, algunos vecinos que habían llegado después, el
cortejo...
Se
acercó a su madre.
-
Perdona mamá. Necesitaba estar solo.
Uno
de sus hermanos le dijo...
-
Oye... ¿Qué esperamos?
-
Esperamos la música.
La
música que comenzó suave en aquel instante tras el recodo de entrada del
cementerio. Los antiguos amigos de juventud de su padre, todos de negro,
dispersos por la provincia y reunidos al fin en un esfuerzo de llamadas y de
prisas, la txaranga “Los Incansables” y su vorágine de trompetas y saxos
tocando “When the saints go marching in”, lentamente al principio, en
sordina casi, con respeto, doliéndose como le duelen los muertos a los músicos
para crecer después, suavemente, con el jazz de Nueva Orleans oh when the
saints que acalló las miradas de reproche y la mudez asombrada de
familiares y vecinos mientras go marching in transportaban el cadáver.
La música que terminó con la hipocresía en un in crescendo alegre mientras
cruzaban la cuesta hasta el nicho I want to be there y que atronó entre
las cruces y los cipreses con las trompetas y el ritmo for that number
que convirtieron aquel entierro en el más cálido nunca visto al norte del país.
Más
tarde, conduciendo de vuelta en la noche, Marta le dijo...
- Sí
le querías. Vi que le querías. Todos lo vieron.
Después
añadió:
- Y
me hubiera gustado conocerle.
El
miró los faros de un coche que venía a lo lejos en sentido contrario y con las
luces largas puestas. Sus ojos se humedecieron.
- A mí
también.
© Laserfam
Suscribirse a:
Entradas (Atom)