domingo, 6 de noviembre de 2011

Los recuerdos y las huellas

Fotografía de Konstantin Lazorkin
El ajedrez, que es un juego que me gusta y ya no practico, representa en su tablero tantas casillas como años cumplía ayer la madre de mi pareja. Cada uno llevamos un plato ya preparado para que ella no se enterrase largas horas en su cocina, como acostumbra al agasajar a sus invitados. Fue una cena familiar, hijas, parejas de sus hijas, entre las que me cuento, y mi hija, su primera nieta. Aunque pronto llegará la segunda.

En las comidas en casa de mi suegra siempre charlamos de lo divino y lo humano, de literatura, de escritura, y de aprendizaje y enseñanza. Ayer fue un buen día para ella. Nosotros le obsequiamos con 64 cuadros de una exposición: cada uno era un texto enmarcado relatando experiencias propias de mi pareja que, sin ella, sin Nuria, su madre, nunca hubieran sucedido.

Luego la conversación derivó por derroteros sociales, de más actualidad y pesar, pero yo me quedé pensando en aquel regalo...

Los ateos somos esas personas que piensan que lo único que hay tras la muerte es el recuerdo que dejamos de nosotros mismos. Y por eso no me gustan los tímidos. Cierto tipo de timidez. Porque me recuerdan a la gente que pasa por su vida y por la vida de los demás como una sombra. Efímera según la dirección de la luz que la proyecte. Sin dejar una sola huella.

Sé que en el juego del ajedrez, como en el de la vida, lo importante  es ganar. En el primero, inmovilizando al rey enemigo, y en el segundo dejando la misma huella que una reina.

Nuria es una de esas reinas.